El Miedo Es Heredado
Uno de los problemas de salud mental estudiado desde hace algún tiempo es el llamado trastorno de estrés postraumático. Este síndrome aparece tras acontecimientos que han puesto en serio peligro la vida de quienes los han sufrido, como una violación o un accidente grave. Las personas con este trastorno se ven asaltadas por recuerdos repentinos de lo sucedido que desencadenan episodios de ansiedad intensa, los cuales hacen difícil la adaptación a la vida cotidiana.
Los estudios realizados han revelado el interesante hecho de que los hijos de quienes sufren este trastorno son más susceptibles de sufrirlo también. Esto sugiere que o bien existen genes que predisponen a sufrir este desorden, o bien el evento traumático causa algunos cambios genéticos que pueden ser transmitidos a la siguiente generación. Esta última posibilidad no es probable, ya que la información contenida en los genes, o sea, el orden de las "letras" del ADN, no parece que pueda ser modificada por el estrés o la ansiedad. No obstante, existe la posibilidad de que los eventos traumáticos induzcan cambios si no genéticos, sí epigenéticos, es decir, modificaciones químicas en los genes que, aunque no afectan a la información que contienen, sí afectan a su nivel de funcionamiento. Estos cambios tal vez sí puedan ser transmitidos de generación en generación.
Miedo inducido
Para estudiar esta posibilidad, los investigadores Brian Dias y Kerry Ressler, de la Universidad de Emory, en Atlanta, USA, deciden someter a ratones de laboratorio a sucesos desagradables y analizar si esto puede afectar de alguna manera a su descendencia. Lo que encuentran puede causar un trastorno postraumático nada menos que a las neurociencias y a la genética, e incluso a lo que se conoce sobre la evolución. Voy a intentar explicar por qué.
En sus estudios, que publican en la revista Nature Neuroscience, los investigadores utilizan el aprendizaje condicional (o reflejo condicionado). Es este un fenómeno revelado por el fisiólogo y premio Nobel de Medicina Ivan Petrovich Pavlov (1849-1936) a principios de siglo pasado, en sus famosos estudios con perros a los que hacía oír una campana en el momento de darles de comer. Como es sabido, los perros, al oler la comida, salivan de manera espontánea. Tras unas pocas exposiciones al ruido de la campana al mismo tiempo que olían la comida, los perros de Pavlov salivaban solo al oír la campana, incluso si no se les mostraba comida. Los perros habían asociado el sonido de la campana a la comida y reaccionaban ante ese estímulo como si fuera el propio alimento.
De similar forma, los doctores Dias y Ressler condicionaron a ratones de laboratorio a sentir miedo ante una sustancia de olor afrutado: la acetofenona. Al mismo tiempo que hacían oler esta sustancia a ratones macho, les sometieron a una dolorosa descarga eléctrica en una de sus patas. Tras varias repeticiones de este procedimiento, los ratones asociaron el olor de la acetofenona al calambrazo, con lo que solo oler esta sustancia, sin exponerles a la descarga eléctrica, les inducía un intenso estado de agitación y ansiedad, revelador del miedo que sentían. Este comportamiento era solo inducido por la acetofenona, y no por otras sustancias olorosas, y causaba cambios en la organización de las neuronas olfativas y, en particular, aumentaba el número de las sensibles a esa sustancia.
Recuerdos del padre
Diez días después de su aprendizaje condicional, los ratones fueron cruzados con hembras no condicionadas. Aquí es donde comienza el desenfreno, no solo sexual, que ese fue solo para los ratones, sino, sobre todo, científico. La descendencia de esos cruces de amor ratonil electrizado mostró un comportamiento temeroso más intenso al ser expuesta a la acetofenona, incluso sin condicionamiento previo. Este comportamiento no se producía en respuesta a otras sustancias. Era como si los recuerdos de sus padres hubieran sido transmitidos a los hijos. En efecto, así parece, porque los hijos de estos ratones, es decir, los nietos de los ratones condicionados, también mostraron una reacción de miedo al oler acetofenona sin ser condicionados a esta sustancia.
El examen de los cerebros de estas dos generaciones reveló que las neuronas que respondían a la acetofenona eran más numerosas. Eran resultados increíbles que, de hecho, muchos todavía no acaban de creer.
Para descartar que, de alguna manera, fuera el comportamiento del padre, o sus feromonas, los que condicionaran a las hembras y estas a sus hijos, y fertilizaron con él, de modo artificial, a hembras localizadas en otro Centro de investigación en el que los ratones jamás habían estado expuestos a acetofenona y a descargas eléctricas. Los resultados fueron los mismos: los cerebros de esos ratones también contaban con un mayor número de neuronas que detectaban la acetofenona.
Los investigadores analizan el estado de los genes de los receptores olfativos y detectan cambios epigenéticos, en particular un menor número de grupos metilo unidos a los genes de los receptores olorosos para la acetofenona. ¿Son tal vez estos cambios los responsables de la transmisión de este aprendizaje a las siguientes generaciones? Es pronto para decirlo, pero de la elucidación de lo que sucede depende en buena medida el mantenimiento sin muchas reformas del edificio del conocimiento construido con la genética, la memoria y la evolución.
OBRA DE JORGE LABORDA